MALVINIZAR LAS CONCIENCIAS, UN ACTO DE SOBERANÍA POPULAR.
A 26 años del 2 de abril de 1982 y la Guerra de las Malvinas.
A mis hermanos de generación.
Soy del 63. Entré en la secundaria en marzo del 76 y salí de ella en el 80. Soy hijo de la dictadura y de su pedagogía de la opresión. Compañeros del 63 fueron a las Islas Malvinas, junto a los de la clase 62, los que soportaron el mayor peso de la guerra. Yo no fui, estaba estudiando y por mucho tiempo sentí una rabiosa culpa por eso y a la vez bronca por sentir esa culpa. Luego de junio del 82, se nos empezó a llamar a los que por aquel entonces éramos veinteañeros “Generación Malvinas”. Escribo entonces desde ahí, desde lo que la dictadura y la Guerra de Malvinas “hizo de y con nosotros”, como diría Jean Paul Sastre, y sobre todo, escribo desde lo que hice e intenté e hicimos e intentamos hacer, luego de junio del 82, con aquello que habían hecho de nosotros.
Desde esas coordenadas históricas y culturales, desde esa memoria del corazón, rememoro veintiséis años después lo que fue la Guerra de Malvinas y me pregunto cómo debiera hoy comprendérsela para recuperar su sentido más profundo y su vigencia porque sus causas, heridas y consecuencias nos siguen interpelando aunque no hablemos de ella ni de sus protagonistas ni de los que fuimos e hicimos en aquel largo otoño del 82.
En su trama previa, durante los siete años de la última dictadura cívico militar, puedo reconocerme y reconocer mi adolescencia y los barrotes y mentiras de la Argentina que nos analfabetizó cultural y políticamente como “pichiciegos”, como nos alegoriza Rodolfo Fogwill en su libro Los pichiciegos. Visiones de una guerra subterránea (Sudamericana, 1982), esos topos pequeñitos que viven bajo la tierra, condenados a no ver nada, ciegos al mundo. Eso éramos la gran mayoría de los adolescentes y adultos, no ciudadanos a la fuerza, o idiotas, como llamaban los griegos a los “apolíticos”, los que vivían al margen de los problemas comunitarios. Porque la dictadura fue la instauración de la más feroz opresión y para imponerse a nuestra sociedad fue también –y sobre todo- la colonización de la conciencia de la opresión y la represión y extermino de los sujetos sociales y políticos cuyos discursos y prácticas bregaban por la construcción de un proyecto de liberación nacional y social. Y ya se sabe, sin conciencia de ella, la opresión es invisible, “no está, no tiene entidad, es un desaparecido”, como decía cínicamente el genocida Videla al referirse al destino de nuestros 30 mil desaparecidos. Esa es la versión criminal de la realidad, la ficción que enmascara, a través de los grandes medios de comunicación, la censura total, el terrorismo de estado y la cultura del miedo, lo que verdaderamente pasa, lo que está haciendo de y con la Argentina y la mayoría de sus habitantes el proyecto de “la miseria planificada” como describiera Rodolfo Walsh, en su ejemplar “Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar”, al objetivo fundamental del golpe del 76: la brutal redistribución de la riqueza para terminar con el país que fuera la sociedad más igualitaria de América Latina, en la que sus trabajadores participaban del 50 por ciento de la distribución de la riqueza. Su resultado: al término de la dictadura, esa participación había bajado al 18 % mientras la del gran capital se quedaba con el 82%.
Para lograr su propósito apelaron a la cultura del miedo. Vemos emerger aquí la sombra siniestra de la censura y prohibición rigurosamente planificadas con el propósito de aniquilar el pensamiento crítico. La quema de alrededor de 13 millones de libros, el saqueo de más del 40 por ciento del patrimonio de las bibliotecas públicas y populares, las listas negras con los centenares de textos y autores vedados y su circulación en escuelas y universidades, explican en buena medida el por qué la Argentina, que fuera uno de los diez países más lectores del mundo hasta el 75, con un promedio de entre 3 y 4 libros leídos por habitante año, desciende bruscamente durante los años infames a la lectura de menos de 1 libro. Leer es peligroso, subversivo. Y sin deseo de conocimiento no hay curiosidad lectora ni lectores, ni imaginación ni libertad. Y sin lectura no hay lenguaje propio; por eso sobre todo perdimos como sociedad más de 3 mil palabras entre el 76-82. Por eso pudieron imponer esa ficción criminal y mantenernos adictos a ella (adicto, del latín adictus, significa falto de lenguaje) porque nos empobrecieron los bolsillos, el pensamiento, el corazón y las palabras.
La escuela durante la dictadura nos domesticó para que no hiciéramos preguntas, nos impuso la obediencia debida y el culto al egoísmo; nos enseñó a no pensar, a repetir su batería de groseras falacias y frases hechas. Nos inculcó la no participación.
Hasta que llegó la Guerra de Malvinas y entonces sí se convocó a la participación de los adolescentes para poner el cuerpo como carnes de cañón –el 80 por ciento provenían de Corrientes y Chaco- y se invocó que tenían que defender a una patria que no nos habían enseñado a amar porque nos habían cancelado su historia y su cultura.
La Guerra de Malvinas es el hecho histórico trágico que pone al descubierto no sólo la dimensión criminal perversa de la dictadura, que pretendió restaurar su legitimidad social en crisis, manipulando vergonzosamente el sentimiento nacional que representaba Malvinas, sino también la clase de sociedad que éramos. E inmediatamente vienen a nosotros las imágenes de las dos plazas: la del 30 de marzo de la protesta social multitudinaria contra la dictadura, y la del 2 de abril, mucho más multitudinaria, que apoyaba en forma patéticamente exitista y triunfalista la “recuperación” de las islas. Pero la verdadera lección de ese día de abril de 1982 radica en que esa plaza demostró, en especial, en qué tipo de sociedad nos habíamos convertido. La dictadura había reactualizado el circo romano pero esta vez sin pan. Acrítica, individualista y temerosa, nuestra sociedad había sido disciplinada para entender y vivir “los grandes acontecimientos nacionales” desde la única pasión que conocía, que le habían permitido conservar, el deporte, “la fiesta de todos”, sólo que ahora de modo exacerbado y desnaturalizado. Entonces pasamos del Mundial del 78 y “los argentinos somos derechos y humanos”, a “estamos ganando”. De la voz del estadio vecino de la ESMA, el relator de América, el Gordo Muñoz, a la voz de las trincheras mediáticas, José Gómez Fuentes.
La guerra de Malvinas desnudó también las bases del consenso social que aún tenía la dictadura. Porque si bien es cierto que existió una Argentina sesentista y setentista que apostó a una transformación profunda de la sociedad, no es menos cierto que existió otra Argentina, mucho más numerosa, mucho menos dinámica social y políticamente, pero tan lejos de las definiciones de realidad y valores político-culturales de la primera, como bastante más cercana de las que encarnaba el proceso militar. Aunque finalmente buena parte de ella haya sido una de sus principales víctimas. Me refiero a un sector considerable de nuestra economicista clase media, de la cual provengo, la que compró la ilusión de su primer viaje a Miami y el “déme dos” junto a los televisores colores, la promesa de orden y seguridad de un “gobierno fuerte” y las postales de las revistas canallas que nos invitaban a escribir al extranjero para declarar henchidos de orgullo que éramos “derechos y humanos”.
“Malvinas es el estigma de mi generación”, dice Cachito, el narrador protagonista de Arde aún sobre los años, la conmovedora novela del cordobés Fernando López, lo mejor que he leído sobre la guerra. Fuimos paridos y a la vez marcados a la fuerza y con fuego por ese hecho histórico, como sujetos trágicos que descubren que vivieron enchufados a las ficciones de esa gran matrix que fue la dictadura cívico militar del 76.
A veintiséis años de esa guerra, ya sabemos cómo lucharon nuestros soldados (a la cabeza de ese heroísmo están nuestros hermanos correntinos y chaqueños). Su solitario ejemplar coraje ante la cobardía e incapacidad de sus oficiales, sólo entrenados para torturar y matar a compatriotas desarmados, y como se empieza a revelar ahora, torturadores de sus propios soldados, a quienes estaqueaban y hasta fusilaban en las islas, como lo prueban testimonios de ex soldados correntinos y chaqueños. Sabemos o debiéramos saber que ya son más los ex combatientes que se han suicidado que los muertos en combate y que eso sucedió y sucede aquí en el Chaco y en Corrientes. Sabemos que la atención y asistencia que han recibido ha sido en el mejor de los casos tardía y por lo general, muy insuficiente e incompleta. Y ahora también sabemos o debiéramos saber que se están suicidando los hijos adolescentes de ex combatientes que se suicidaron. Releo en este momento, un recorte de diario del año pasado en el que puede leerse la carta que uno de esos chicos le escribe a su padre: “Te quiero, te extraño y quiero estar con vos”. ¿Qué oportunidades les damos a esos adolescentes hijos de aquellos otros adolescentes que lucharon en Malvinas por una sociedad que luego los olvidó y abandonó casi por completo? Urge poner en marcha una política de estado que atienda y ataque de modo integral el grave cuadro de situación que hoy afecta a nuestros soldados ex combatientes de Malvinas.
Mempo Giardinelli se refiere en su ensayo Diatriba por la Patria al “síndrome Malvinas” como uno de los grandes temas desaparecidos en el imaginario social. Estoy de acuerdo. Es uno de los mayores agujeros negros de nuestra memoria histórica. Hay ahí un espejo quebrado y un ojo de tormenta desde el que buena parte de nuestra sociedad prefiere no mirar ni escuchar, porque iluminan con fuerza qué hicieron y dijeron y pensaron durante la dictadura y la guerra. Malvinas es entonces un síndrome social que se alimenta del olvido, la desmemoria y el silencio histórico de quienes no quieren que las imágenes y voces de eso que vivieron como gran derrota los alcancen y les recuerden quiénes fueron durante el largo otoño del 82.
Por suerte todavía, no pocos de los que fuimos veinteañeros veinticinco años atrás, en primer lugar la gran mayoría de los soldados que combatieron en nuestras lejanas islas, las organizaciones sociales que están comenzando a reparar nuestro tejido social desecho, y este gobierno provincial que asume la causa Malvinas como política de estado, estamos convencidos de que urge malvinizar nuestra conciencia, es decir, descolonizarnos política, económica, cultural y educativamente. Esa es la madre de las batallas para derrotar la herencia de la “miseria planificada” aquí en el Chaco y en todo el país. Para honrar a nuestros héroes sepultados en las islas y a los héroes ninguneados en el país. Ese es un acto fundamental de soberanía que es indispensable empezar a dar, mientras debemos seguir reclamando que las Islas Malvinas fueron, son y serán argentinas, en un tiempo y en un país en el que por un lado se está recobrando lo mejor de nuestra memoria, pero que al mismo tiempo asiste indiferente a la extranjerización de sus tierras o aquí en el Chaco, hasta hace apenas 100 días, al saqueo de nuestros bosques y recursos naturales.
Malvinas sigue siendo la tierra perdida, el no lugar, la presencia del colonialismo en el suelo en el que yacen hace 26 años nuestros hermanos. La soledad y el desamparo de sus sobrevivientes, sólo evocados para los actos patrios. Tamañas injusticias espejan además el colonialismo que padecemos dentro del país. Malvinizar la política y la cultura argentinas no es sólo pagar ya esa abultada deuda interna que el Estado argentino tiene con nuestros soldados ex combatientes, NUESTROS HÉROES COLECTIVOS, es asumirnos en serio como una nación independiente, libre, latinoamericana, con justicia social y plena vigencia de los derechos humanos.
Juicio y castigo para todos los militares y civiles responsables de violaciones a los derechos humanos, dentro y fuera de las Islas Malvinas.
Francisco Romero
Subsecretario de Cultura
de la Provincia del Chaco
A mis hermanos de generación.
Soy del 63. Entré en la secundaria en marzo del 76 y salí de ella en el 80. Soy hijo de la dictadura y de su pedagogía de la opresión. Compañeros del 63 fueron a las Islas Malvinas, junto a los de la clase 62, los que soportaron el mayor peso de la guerra. Yo no fui, estaba estudiando y por mucho tiempo sentí una rabiosa culpa por eso y a la vez bronca por sentir esa culpa. Luego de junio del 82, se nos empezó a llamar a los que por aquel entonces éramos veinteañeros “Generación Malvinas”. Escribo entonces desde ahí, desde lo que la dictadura y la Guerra de Malvinas “hizo de y con nosotros”, como diría Jean Paul Sastre, y sobre todo, escribo desde lo que hice e intenté e hicimos e intentamos hacer, luego de junio del 82, con aquello que habían hecho de nosotros.
Desde esas coordenadas históricas y culturales, desde esa memoria del corazón, rememoro veintiséis años después lo que fue la Guerra de Malvinas y me pregunto cómo debiera hoy comprendérsela para recuperar su sentido más profundo y su vigencia porque sus causas, heridas y consecuencias nos siguen interpelando aunque no hablemos de ella ni de sus protagonistas ni de los que fuimos e hicimos en aquel largo otoño del 82.
En su trama previa, durante los siete años de la última dictadura cívico militar, puedo reconocerme y reconocer mi adolescencia y los barrotes y mentiras de la Argentina que nos analfabetizó cultural y políticamente como “pichiciegos”, como nos alegoriza Rodolfo Fogwill en su libro Los pichiciegos. Visiones de una guerra subterránea (Sudamericana, 1982), esos topos pequeñitos que viven bajo la tierra, condenados a no ver nada, ciegos al mundo. Eso éramos la gran mayoría de los adolescentes y adultos, no ciudadanos a la fuerza, o idiotas, como llamaban los griegos a los “apolíticos”, los que vivían al margen de los problemas comunitarios. Porque la dictadura fue la instauración de la más feroz opresión y para imponerse a nuestra sociedad fue también –y sobre todo- la colonización de la conciencia de la opresión y la represión y extermino de los sujetos sociales y políticos cuyos discursos y prácticas bregaban por la construcción de un proyecto de liberación nacional y social. Y ya se sabe, sin conciencia de ella, la opresión es invisible, “no está, no tiene entidad, es un desaparecido”, como decía cínicamente el genocida Videla al referirse al destino de nuestros 30 mil desaparecidos. Esa es la versión criminal de la realidad, la ficción que enmascara, a través de los grandes medios de comunicación, la censura total, el terrorismo de estado y la cultura del miedo, lo que verdaderamente pasa, lo que está haciendo de y con la Argentina y la mayoría de sus habitantes el proyecto de “la miseria planificada” como describiera Rodolfo Walsh, en su ejemplar “Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar”, al objetivo fundamental del golpe del 76: la brutal redistribución de la riqueza para terminar con el país que fuera la sociedad más igualitaria de América Latina, en la que sus trabajadores participaban del 50 por ciento de la distribución de la riqueza. Su resultado: al término de la dictadura, esa participación había bajado al 18 % mientras la del gran capital se quedaba con el 82%.
Para lograr su propósito apelaron a la cultura del miedo. Vemos emerger aquí la sombra siniestra de la censura y prohibición rigurosamente planificadas con el propósito de aniquilar el pensamiento crítico. La quema de alrededor de 13 millones de libros, el saqueo de más del 40 por ciento del patrimonio de las bibliotecas públicas y populares, las listas negras con los centenares de textos y autores vedados y su circulación en escuelas y universidades, explican en buena medida el por qué la Argentina, que fuera uno de los diez países más lectores del mundo hasta el 75, con un promedio de entre 3 y 4 libros leídos por habitante año, desciende bruscamente durante los años infames a la lectura de menos de 1 libro. Leer es peligroso, subversivo. Y sin deseo de conocimiento no hay curiosidad lectora ni lectores, ni imaginación ni libertad. Y sin lectura no hay lenguaje propio; por eso sobre todo perdimos como sociedad más de 3 mil palabras entre el 76-82. Por eso pudieron imponer esa ficción criminal y mantenernos adictos a ella (adicto, del latín adictus, significa falto de lenguaje) porque nos empobrecieron los bolsillos, el pensamiento, el corazón y las palabras.
La escuela durante la dictadura nos domesticó para que no hiciéramos preguntas, nos impuso la obediencia debida y el culto al egoísmo; nos enseñó a no pensar, a repetir su batería de groseras falacias y frases hechas. Nos inculcó la no participación.
Hasta que llegó la Guerra de Malvinas y entonces sí se convocó a la participación de los adolescentes para poner el cuerpo como carnes de cañón –el 80 por ciento provenían de Corrientes y Chaco- y se invocó que tenían que defender a una patria que no nos habían enseñado a amar porque nos habían cancelado su historia y su cultura.
La Guerra de Malvinas es el hecho histórico trágico que pone al descubierto no sólo la dimensión criminal perversa de la dictadura, que pretendió restaurar su legitimidad social en crisis, manipulando vergonzosamente el sentimiento nacional que representaba Malvinas, sino también la clase de sociedad que éramos. E inmediatamente vienen a nosotros las imágenes de las dos plazas: la del 30 de marzo de la protesta social multitudinaria contra la dictadura, y la del 2 de abril, mucho más multitudinaria, que apoyaba en forma patéticamente exitista y triunfalista la “recuperación” de las islas. Pero la verdadera lección de ese día de abril de 1982 radica en que esa plaza demostró, en especial, en qué tipo de sociedad nos habíamos convertido. La dictadura había reactualizado el circo romano pero esta vez sin pan. Acrítica, individualista y temerosa, nuestra sociedad había sido disciplinada para entender y vivir “los grandes acontecimientos nacionales” desde la única pasión que conocía, que le habían permitido conservar, el deporte, “la fiesta de todos”, sólo que ahora de modo exacerbado y desnaturalizado. Entonces pasamos del Mundial del 78 y “los argentinos somos derechos y humanos”, a “estamos ganando”. De la voz del estadio vecino de la ESMA, el relator de América, el Gordo Muñoz, a la voz de las trincheras mediáticas, José Gómez Fuentes.
La guerra de Malvinas desnudó también las bases del consenso social que aún tenía la dictadura. Porque si bien es cierto que existió una Argentina sesentista y setentista que apostó a una transformación profunda de la sociedad, no es menos cierto que existió otra Argentina, mucho más numerosa, mucho menos dinámica social y políticamente, pero tan lejos de las definiciones de realidad y valores político-culturales de la primera, como bastante más cercana de las que encarnaba el proceso militar. Aunque finalmente buena parte de ella haya sido una de sus principales víctimas. Me refiero a un sector considerable de nuestra economicista clase media, de la cual provengo, la que compró la ilusión de su primer viaje a Miami y el “déme dos” junto a los televisores colores, la promesa de orden y seguridad de un “gobierno fuerte” y las postales de las revistas canallas que nos invitaban a escribir al extranjero para declarar henchidos de orgullo que éramos “derechos y humanos”.
“Malvinas es el estigma de mi generación”, dice Cachito, el narrador protagonista de Arde aún sobre los años, la conmovedora novela del cordobés Fernando López, lo mejor que he leído sobre la guerra. Fuimos paridos y a la vez marcados a la fuerza y con fuego por ese hecho histórico, como sujetos trágicos que descubren que vivieron enchufados a las ficciones de esa gran matrix que fue la dictadura cívico militar del 76.
A veintiséis años de esa guerra, ya sabemos cómo lucharon nuestros soldados (a la cabeza de ese heroísmo están nuestros hermanos correntinos y chaqueños). Su solitario ejemplar coraje ante la cobardía e incapacidad de sus oficiales, sólo entrenados para torturar y matar a compatriotas desarmados, y como se empieza a revelar ahora, torturadores de sus propios soldados, a quienes estaqueaban y hasta fusilaban en las islas, como lo prueban testimonios de ex soldados correntinos y chaqueños. Sabemos o debiéramos saber que ya son más los ex combatientes que se han suicidado que los muertos en combate y que eso sucedió y sucede aquí en el Chaco y en Corrientes. Sabemos que la atención y asistencia que han recibido ha sido en el mejor de los casos tardía y por lo general, muy insuficiente e incompleta. Y ahora también sabemos o debiéramos saber que se están suicidando los hijos adolescentes de ex combatientes que se suicidaron. Releo en este momento, un recorte de diario del año pasado en el que puede leerse la carta que uno de esos chicos le escribe a su padre: “Te quiero, te extraño y quiero estar con vos”. ¿Qué oportunidades les damos a esos adolescentes hijos de aquellos otros adolescentes que lucharon en Malvinas por una sociedad que luego los olvidó y abandonó casi por completo? Urge poner en marcha una política de estado que atienda y ataque de modo integral el grave cuadro de situación que hoy afecta a nuestros soldados ex combatientes de Malvinas.
Mempo Giardinelli se refiere en su ensayo Diatriba por la Patria al “síndrome Malvinas” como uno de los grandes temas desaparecidos en el imaginario social. Estoy de acuerdo. Es uno de los mayores agujeros negros de nuestra memoria histórica. Hay ahí un espejo quebrado y un ojo de tormenta desde el que buena parte de nuestra sociedad prefiere no mirar ni escuchar, porque iluminan con fuerza qué hicieron y dijeron y pensaron durante la dictadura y la guerra. Malvinas es entonces un síndrome social que se alimenta del olvido, la desmemoria y el silencio histórico de quienes no quieren que las imágenes y voces de eso que vivieron como gran derrota los alcancen y les recuerden quiénes fueron durante el largo otoño del 82.
Por suerte todavía, no pocos de los que fuimos veinteañeros veinticinco años atrás, en primer lugar la gran mayoría de los soldados que combatieron en nuestras lejanas islas, las organizaciones sociales que están comenzando a reparar nuestro tejido social desecho, y este gobierno provincial que asume la causa Malvinas como política de estado, estamos convencidos de que urge malvinizar nuestra conciencia, es decir, descolonizarnos política, económica, cultural y educativamente. Esa es la madre de las batallas para derrotar la herencia de la “miseria planificada” aquí en el Chaco y en todo el país. Para honrar a nuestros héroes sepultados en las islas y a los héroes ninguneados en el país. Ese es un acto fundamental de soberanía que es indispensable empezar a dar, mientras debemos seguir reclamando que las Islas Malvinas fueron, son y serán argentinas, en un tiempo y en un país en el que por un lado se está recobrando lo mejor de nuestra memoria, pero que al mismo tiempo asiste indiferente a la extranjerización de sus tierras o aquí en el Chaco, hasta hace apenas 100 días, al saqueo de nuestros bosques y recursos naturales.
Malvinas sigue siendo la tierra perdida, el no lugar, la presencia del colonialismo en el suelo en el que yacen hace 26 años nuestros hermanos. La soledad y el desamparo de sus sobrevivientes, sólo evocados para los actos patrios. Tamañas injusticias espejan además el colonialismo que padecemos dentro del país. Malvinizar la política y la cultura argentinas no es sólo pagar ya esa abultada deuda interna que el Estado argentino tiene con nuestros soldados ex combatientes, NUESTROS HÉROES COLECTIVOS, es asumirnos en serio como una nación independiente, libre, latinoamericana, con justicia social y plena vigencia de los derechos humanos.
Juicio y castigo para todos los militares y civiles responsables de violaciones a los derechos humanos, dentro y fuera de las Islas Malvinas.
Francisco Romero
Subsecretario de Cultura
de la Provincia del Chaco
Comentarios