la cruz y los caballos
(Extracto del libro "FANTASMAS DE MALVINAS" de Federico Lorenz)
Frente a la fosa común, callamos. Saberla vacía la vuelve más patética. Ni siquiera es aquello para lo que fue cavada. El pozo es una cicatriz, y nada lo marca como no sea la curiosidad obstinada de un historiador, anclada en una foto, o los recuerdos de los lugareños y los sobrevivientes, clavados en un grito o un dolor.
–En la foto había una cruz –recuerdo de pronto. Patrick revisó el suelo unos minutos, y levantó dos maderos grises atravesados, semiocultos entre los pastos. Trató de hincarlos en la tierra, en la cabecera de la fosa, pero se cayeron una y otra vez.
Había que apurarse. El frío y el viento ya eran muy fuertes. Junté tierra, que iba metiendo en una bolsa, para traer de vuelta al Continente. Germán, mi hermano, llenó otras bolsitas, mientras Tristán y Sebastián, los productores de tele, filmaban para un documental.
Patrick volvió con una pala y un clavo, para asegurar el brazo de la cruz y hacer un pozo para que el viento no la tumbara. Lo ayudé a unir las maderas y afirmar la tierra alrededor del palo.
La cruz quedó allí, enhiesta contra el viento, mientras nosotros callábamos.
De a poco fuimos regresando a la camioneta.
Había que volver.
Pero no pudimos. De golpe, nos rodearon un montón de caballos. No entiendo cómo no los habíamos visto antes. La mayoría eran negros y parecían fuertes. Daban una vuelta alrededor de la camioneta, y se quedaban con nosotros. Nos lamían, nos empujaban con el hocico para que los acariciáramos, nos cuerpeaban para que los abrazáramos, llenaban el aire con los vahos de su respiración y relinchaban. Un calor tentador salía de sus cuerpos.
Comenzamos a ponernos nerviosos. Parecían decididos a que nos quedáramos allí. Si tratábamos de subir a la camioneta, nos seguían, y finalmente se nos cruzaban para que no lo hiciéramos.
Recuerdo esos ojos tan grandes y negros con una expresión extraña.
Tan extraña.
Dice Germán que salieron de la nada, de atrás mío, y en las fotos que sacamos y que vimos después, se arma una secuencia, unas manchas negras que se van agrandando mientras Patrick y yo afirmamos la cruz junto a la fosa común.
Uno de los caballos, el más grande, restregó el hocico sobre la cruz, y relinchó, como si diera una orden. Finalmente, como vinieron, se fueron, y pudimos volver a Stanley. Había un techo de nubes rojas sobre un cielo de un gris lechoso, que finalmente las engulló. Era de noche cuando llegamos al pueblo.
Frente a la fosa común, callamos. Saberla vacía la vuelve más patética. Ni siquiera es aquello para lo que fue cavada. El pozo es una cicatriz, y nada lo marca como no sea la curiosidad obstinada de un historiador, anclada en una foto, o los recuerdos de los lugareños y los sobrevivientes, clavados en un grito o un dolor.
–En la foto había una cruz –recuerdo de pronto. Patrick revisó el suelo unos minutos, y levantó dos maderos grises atravesados, semiocultos entre los pastos. Trató de hincarlos en la tierra, en la cabecera de la fosa, pero se cayeron una y otra vez.
Había que apurarse. El frío y el viento ya eran muy fuertes. Junté tierra, que iba metiendo en una bolsa, para traer de vuelta al Continente. Germán, mi hermano, llenó otras bolsitas, mientras Tristán y Sebastián, los productores de tele, filmaban para un documental.
Patrick volvió con una pala y un clavo, para asegurar el brazo de la cruz y hacer un pozo para que el viento no la tumbara. Lo ayudé a unir las maderas y afirmar la tierra alrededor del palo.
La cruz quedó allí, enhiesta contra el viento, mientras nosotros callábamos.
De a poco fuimos regresando a la camioneta.
Había que volver.
Pero no pudimos. De golpe, nos rodearon un montón de caballos. No entiendo cómo no los habíamos visto antes. La mayoría eran negros y parecían fuertes. Daban una vuelta alrededor de la camioneta, y se quedaban con nosotros. Nos lamían, nos empujaban con el hocico para que los acariciáramos, nos cuerpeaban para que los abrazáramos, llenaban el aire con los vahos de su respiración y relinchaban. Un calor tentador salía de sus cuerpos.
Comenzamos a ponernos nerviosos. Parecían decididos a que nos quedáramos allí. Si tratábamos de subir a la camioneta, nos seguían, y finalmente se nos cruzaban para que no lo hiciéramos.
Recuerdo esos ojos tan grandes y negros con una expresión extraña.
Tan extraña.
Dice Germán que salieron de la nada, de atrás mío, y en las fotos que sacamos y que vimos después, se arma una secuencia, unas manchas negras que se van agrandando mientras Patrick y yo afirmamos la cruz junto a la fosa común.
Uno de los caballos, el más grande, restregó el hocico sobre la cruz, y relinchó, como si diera una orden. Finalmente, como vinieron, se fueron, y pudimos volver a Stanley. Había un techo de nubes rojas sobre un cielo de un gris lechoso, que finalmente las engulló. Era de noche cuando llegamos al pueblo.
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